viernes, 3 de diciembre de 2010

Hijos de una historia sin final (Fragmento) - Los errores de mi vida


Determinó así que sus treinta y tres años habían pasado en vano. Entonces se asomaba por la ventana dispuesto a suicidarse. Sin embargo, tal y como ayer lo había hecho, llegaba a la conclusión de que si la vida era tan estúpida y vana, un suicidio tampoco valía la pena. Aceptaba el martirio de su pasado: aunque lo hubiera reprimido en lo más profundo de su enmarañado cerebro, sabía que lo merecía. Tras las sombras de las cabinas, al iniciarse un nuevo conteo temporal, su sombra no se atrevía a desplegarse. Con la cabeza casi entre sus rodillas, pensaba en su falta de recuerdos y en el remordimiento por lo que él ignoraba, jugueteaba con sus dedos sin control mientras una gota de sudor frio recorría las grietas de su frente.
San Isidro ya no era un buen sitio para él, ni Miraflores, ni san Borja, ni siquiera San Juan de Lurigancho (que por cierto, jamás había pisado). Ningún lugar era ya bueno para él y no entendía como había lugares aun para sus compañeros de antaño. Aún se publicaban libros de Daniel, aunque la gente se rehusaba a venderlos, y muchos otros a comprarlos. La mayoría de sus lectores eran jóvenes como ellos eran entonces: diferentes, inteligentes, graciosos, bohemios… asesinos. Alzó la cabeza, esperando que algo lo matara, pero no sucedería, así que cerró los ojos pretendiendo dormir.
Su teléfono celular sonó. Torpemente lo sacó de su bolsillo y resbaló de sus manos, lo recogió y ya no sonaba. Enfadado, se disponía a arrojar el aparatito por la ventana pero su melodioso y ordenado sonido volvió a perturbarlo. Respondió a un número que no conocía.
-          ¿Aló?
-          ¿Así es como recibes una llamada mía?
-          ¿Antonella?
-          Si. ¿Estás ocupado?
-          N…no, para nada. – era incapaz de mentir, se sentía demasiado pecador ya. - ¿Qué pasa?
-          Bueno, hay un pequeño problemita, recuerdas un libro rojo que…
Colgó el teléfono pálido, no quería saber nada acerca de eso, no quería recordar, no quería ver el rostro de nadie. Volvió a llamar Antonella.
-          ¡Vuélveme a colgar y te destripo maldito perro! Vas a venir a mi casa, no sé cómo pero llegarás. Quieras o no eres parte de la fraternidad perro.
-          Pero yo…
-          No te preocupes. ¿Recuerdas el libro o no?
-          S…si.
-          El principio del fin, lindo, El principio del fin. – Colgó
El sudor frio corrió hasta su espalda, su cabello alborotado se hacía para atrás en un remecer de su cuerpo producto del miedo. Sus dedos jugueteaban contra sus hombros opuestos, sus ojos se salían de sus músculos oculares. El tenía miedo, miedo de verdad. Los lazos de memoria se extendían por los tubillos arteriales en sus sienes. La muerte hacía una sombra trémula sobre la de él mismo. Ese día los fantasmas huían de él porque volvía a ser el mismo de aquel día, el peor día de muchas vidas, cuánto envidiaba a los que habían muerto pues nunca tendrían sus pesadillas, el asesino del dos de julio luchaba por salir del fondo del baúl una vez más.
Llegó a la casa de Antonella ese mismo día una vez hubo amanecido. Como era de costumbre al llegar a su casa se dispuso a encender el primer farol antes de su puerta, aunque ya no le encontraba sentido. En vez de encontrar una vela blanca a medio uso encontró una nota y escrito con un labial: Casa de la muerta, lindo. Abajo del farol había una edición especial de las noticias del día que solo dejaban en familias selectas, el titular decía: Hija de los Matellini nos dejó.
Casi por inercia caminó durante más de dos horas hasta la casa de Lucía, sudando, aunque la lluvia congelaba sus orificios, con el alma paralizada en la idea de volver al sitio de donde nunca salió. Llegó y se detuvo en la puerta de la gran sala donde velaban a la dulce Lucía. La niña había sido coqueta siempre, ni siquiera cuando Silvio estaba presente se cuidaba. Tan graciosa, y ahora estaba muerta. Se paró bajo el umbral de la puerta detrás de sus antiguos hermanos. En un momento de revelación se quitó el guante blanco junto con el resto de asesinos. Su corazón, que nunca había vuelto a su velocidad natural, pareció asomarse por su garganta. La gente lo repudiaba tanto pues él era la pesadilla de la vida y el sueño de la muerte y eso le asqueaba a él mismo. Giró sin motivo alguno y vio reflejos en el suelo tan gris como la luna: los reflejos de su cerebro sobre el asfalto surrealista de su mundo.
Derramados como gotas de pintura sobre el plano humano, ahí estaban sus pensamientos. Nacidos de lo recóndito de su mente podrida, corrompida. Como primer personaje una pequeña niña que no pasaba de los seis años, con el cerquillo sobre sus ojos tristes, un overol rojo y un oso de felpa sin cabeza en su manita izquierda. A su derecha un borracho gruñón vestido con lo que algún día fue un buen terno allá en los noventa. Al otro lado un torpe payaso con más entusiasmo que una panda de niños alborotadores. Al fondo, como perdido, un joven estudiante de unos diecinueve, con los dedos morados, los ojos volteados, la piel amarilla y emanando un hedor insoportable: caminando mientras estaba muerto. Dándole un gran significado al grupo estaba parado un hombre alto, esbelto, de gran atractivo, fresco, vestido con un terno sport color perla; palmeaba ocasionalmente la cabeza de la niña haciendo que esta trate de enjugar lagrimas inexistentes.
-          ¿Qué pasa niño? ¿Quieres mi maldita botella? – le dijo el viejo ebrio.
Salió corriendo del lugar, escuchando aún la voz tan cerca de él como hace unos minutos. Ya sin aliento, al borde del colapso, una tranquila voz frente a él le dijo: Para. Respirando a mil por hora y con los ojos desorbitados dio lentos pasos hacia atrás hasta que cayó al asfalto. El hombre alto y esbelto se puso de cuclillas a su costado y dijo casi en un susurro:
-          Pregunta ¿Cómo escapas de ti mismo? Respuesta: No puedes. – Sonrió amablemente. – Vamos niño, ¿qué tan malo podría ser?
-          ¿Q-q-quién eres?
-          ¿Yo? Pues… soy Yo.- Y de nuevo esa sonrisa.
Su sorpresa ante tal acontecimiento se debía a su esfuerzo por convencerse de que era alguien normal. Allí, apoyado sobre sus codos en el asfalto, recobró su pensar insano, la locura volvió a él y los reconoció como engendros de su mente, como pensamiento que en cierto tiempo habrían representado su actuar y ahora se volcaban contra él porque los había rechazado. Era tan simple entenderlo así, rió fuerte, esforzándose para que fuese más animada que la de su corpórea idea. Ya los había aceptado como parte suya y con esto había aceptado la tácita determinación de estar por encima de todos ellos. Se levantó y camino en medio de los cinco personajes, sintiéndose un dios, seguro entre sus pensamientos. Su cerebro reordenaba los hechos y los trasladaba a un plano en que su locura sea traducida como superioridad por la percepción de los hombres.  Entonces, una vez restablecido como un ser completo, apretó la mano con el guante orgullosamente pues aquellos seres eran los hijos de la marca y el trastorno, y él pensaba utilizarlos para salir del hoyo en el que estaba. Llegó a su antigua casa miraflorina, paseó por él jardín apropósito para comprobar que el césped no sufría el  peso de ninguno de ellos. Entró en su casa de muebles polvorientos y cuadros que daban la impresión de vida, se sentó en el sillón más grande y dijo:
-          Me han oído ¿verdad?
-          No piensas en mucho así que, si. – dijo el putrefacto estudiante moviendo la cabeza en torpes y grotescos giros.

***

No era, pues, un loco cualquiera. Tenía un currículo muy rico en ese aspecto. Era nada más y nada menos que el gran ‘poeta de las rosas’, asesino miembro de la Fraternidad, era el demonio en los armarios de los niños que habían nacido luego de aquel dos de julio.
Aprendió cada cosa que pudo de ellos, por ejemplo, la niña le enseñó que el silencio no es ignorancia pero sí que es miedo. Fue una tarde cuando estaba sentada en el umbral de su habitación con las piernas recogidas. Él se puso de cuclillas al frente de ella y le dijo:
-          Mírame.
-          Mis ojos no miran, señor.
-          Óyeme entonces.
-          Bien, lo veo.
La extraña conversación se limitaba a lo esencial. El cerebro de alguien como él es muy especial, separa lo vano de lo interesante, y de ello, lo importante. 
-          Es la primera vez que escucho tu voz pequeña.
-          No señor, no lo hace, yo sigo estando en silencio.
-          ¿Por qué?
-          Porque yo siempre escucho señor, y aunque no me guste, siempre escucho. Por eso le cosí la boca a ‘Pepito’, pero aun así lo escuchaba, así que le quité la cabeza, porque yo oigo señor, yo jamás hablo, yo siempre escucho. ¿Escucha usted señor?
-          ¿Escuchar? ¿Qué es lo que tengo que escuchar niña?
-          A lo que no hace ruido, escúchelo bien, y no le haga caso, porque …
-          ¿Por qué?
-          Shhh…
La imagen de perfección de Yo con su impecable sonrisa apareció sobre ellos, las manos en los bolsillos y los ojos amablemente achinados como reflejo de su eterna, estúpida, pero perfecta sonrisa.
Su cuerpo sufría un adormecimiento cada vez que Yo estaba cerca, porque era demasiado perfecto para él. Aprendió del estudiante que lo esencial en la vida es la muerte, que es lo único seguro y que se vive al final para morir. El borracho le dijo “¡Muchacho! El tiempo pasa hijo, recuérdalo.” Y cayó sobre el asfalto mental del poeta. El payaso se dedicaba la mitad del día a intentar hacer reír a la niña del overol rojo y la otra mitad robándole el trago al beodo.
-          No soy un borracho niño, no soy como él. – le dijo cierto día. – solo que la alegría necesita recargarse. Soy otro hombre, todos somos así, nos ha golpeado la vida y la muerte y no sabemos la verdad, por eso los niños son tan importantes, hazle caso joven, shhh…
Pero él no lo entendió, estaba segado porque volvía a ser lo que era, la locura empezaba a controlarlo y a nublar su mente…otra vez.
Todas las conversaciones que había tenido con Yo habían sido enteramente triviales. Por último, un día se acercó, mientras a la única persona real de su universo le daba el aire en el rostro. El ente mental se paró a su costado y le dijo:
-          Eres valiente, y grande. Tienes lo que enaltece al hombre, vales más de lo que ellos saben, mas que Fidel incluso, me atrevería a decir que debiste ser el líder.
-          Si. – Guardó silencio un momento. – Sigue.
-          ¿Somos amigos no? Quiero ayudarte, quiero que vuelvas a ser el gran ‘poeta de las rosas’, el emisario de lo bello. ¿Recuerdas el dos de julio?
-          Sigue.
-          ¿Qué tal si volvemos…amigo? ¿Qué tal si hacemos lo que todos quieren, como solo tú lo harías?
-          Cuando un loco empieza no para, tú no sabes eso porque solo eres parte de uno, no sabes lo que es vivir, porque exististe solo para mí y te regocijas pues hoy te he evocado.
-          Te equivocas.
-          Como sea, no lo sabes. No paramos porque es como si nos hubiéramos lanzado de nuestro mundo al real y ni nosotros podemos parar una caída como esa. Lo haré, pero también te mataré.
-          Shhh…
El sonido irreversible de las Moiras haciendo rechinar las oxidadas tijeras llegaba con el viento de otoño con el que hablaban las aves. El mundo que no conocemos había corrido la voz del incidente: las almas del ‘Poeta de las rosas’ estaban a punto de morirse y, si tenían suerte, él también. Se levantó uno de esos días, hacia el final del otoño, el cuerpo liviano y la mente rígida. Los ojos rojos de soñar un desvelo resaltaban en su rostro pálido, sus labios casi morados se movían incesantemente, nunca de la misma forma. De espaldas era la sombra de alguna bestia de la mitología de los espíritus, de frente era sólo un hombre que no merecía más que pena.
Al amanecer de un día que nadie olvida empujó las puertas de algún banco miraflorino y gritó:
-          Vacíen los malditos bolsillos y abran la bóveda, no todos los días les roba alguien como yo.
Y rió la locura en esencia pura, estaba allí parada frente a los hombres atónitos, en el cuerpo de un poeta que la había odiado y había renegado de ella pero al final logró consumirlo. Los cilindros metálicos fundidos a sus brazos fueron cerrando el ángulo de separación  hasta ser cero frente a un hombre casi anciano enfundado toscamente en un uniforme de seguridad.
-          Hijo… baja el arma hijo, no quieres hacerlo, ¿No has cometido suficientes errores ya? Sal por esa puerta, nadie te perseguirá, eres un Bryce después de todo, puedes hacer lo que quieras, incluso entrar en razón y corregirte.
-          Arte al arte, muerte a la muerte, el pintor pinta a la pintura y el poeta ensalza a la poesía, el cantor canta a las musas y las letras leen literatura, ¿pero alguna vez el mundo se enalteció a sí mismo?... ¡Maldito cuerdo!
El gatillo hace caer el martillo y la pólvora explota, la energía liberada empuja la bala de punta hueca y una vez más la ciencia, con un poco de arte tal vez, ayuda a marcar un hito en la memoria universal. El pequeño kamikaze de metal deja atrás el casquillo e incrusta el cebo en la carne machacada por los años: destroza una costilla, 127 fibrillas musculares y perfora un pulmón. Y para amenizar el rato el Yo repite: “arte al arte, muerte a la muerte.
Una risa estrepitosa desde adentro de aquel hombre estremeció los oídos de la gente, aquella gente tan normal que veía lo paranormal de la locura: Un poeta de genialidad sobrehumana robando un banco para la gloria de un Yo que le hablaba al oído, que musitaba sin cesar “muerte a la muerte.
Fue tan efímero el momento de exaltación de la demencia, pues ella misma hizo morir las quimeras en la mente de su casero. El olor a muerte le hizo recordar que nunca, entre sus innumerables males psiquiátricos, había padecido de esquizofrenia, jamás había sido esos seres hasta un día como aquel en el que se tatuaron sus esencias a golpe de sinapsis velocísimas en el diminuto espacio de su cerebro que admitió la culpa. Y qué culpa más grande que la suya; haber matado a un borracho en la acera frente al banco, un payaso antes de entrar, un joven estudiante que tuvo la mala suerte de tocarlo al salir, arrancarle la cabeza del oso de una niña a la que le voló los sesos, y por último… despedazar a su padre por ser todo lo que él jamás podría ser: normal.
Fue un recuerdo fugaz de un mediodía hace seis años. El alcohol y las drogas se podían sentir correr por sus venas y arterias por igual, la adrenalina disolvía los trozos más grandes de anfetaminas. Un borracho les grito “¡Malditos perdidos!” Él se acercó y hundió la botella de wisky barato hasta que se rompió entre su garganta y su esófago. Divisó entonces un payaso a unos metros y no aguantó las ganas de asesinarlo con la escusa de ser indigno del arte. Al ingresar la jauría de perros locos al banco saltó sobre un joven estudiante que no pasaba los diecisiete, quizá un futuro ingeniero, médico o político, mas él lo desfiguró a balazos antes de saberlo. Entonces levantó la vista y vio una pequeña niña abrazando un oso de peluche y siendo abrazada por un hombre guapo, esbelto, vestido de un terno sport color perla, que le sonreía a su hija repitiendo que todo iba a estar bien. La bestia se acercó con paso lento y resopló en sus rostros sin verlos realmente, arrebató el juguete del frágil regazo que lo sostenía y mientras lo veía hubo silencio. los segundos murieron y en menos de lo que un hombre cuerdo podría contar arrancó la cabeza del osito y destrozó la cabeza de la criatura, el hombre que la sostenía quedó atónito, sin poder controlar el flujo de lágrimas, hasta que el asesino le dijo:
-          Apuesto a que quieres que te mate.
-          ¡Hijo de perra! – Grito el hombre ya fuera de sí mientras el loco reía.
-          Arte al arte, muerte a la muerte, tu hija ahora escucha, ¿no te alegras? Egoísta. Ahora… te enseñaré a escuchar.
A continuación, un público espantado ve el descuartizamiento más sádico que jamás se hizo. La sonrisa en el rostro marcaba estrías con un vaivén doloroso que buscaba el ritmo en el tambaleo de sus ojos. Su lengua susurrante se retorcía mientras la sangre goteaba sobre su faz fuera del universo. Abstraído en su placer no advirtió la delicia de su alrededor, sus hermanos arrancando pedazos y deshuesando a seres inferiores a la vista aterrorizada del mundo cuerdo, el de moral y de ignorancia. El dos de julio se acabó y con él la paz del hombre peruano. Pero dentro de su mundo, el ‘poeta de las rosas’ se mataba una y otra vez, cuando su consciente recuperó el mando y supo que sin aquella medicina blanca ni el humo hedonista ni el veneno de las letras, el dos de julio acabó de tatuarse en su mente como el Trágico dos de Julio.
Y ahora estaba allí: con los ojos desorbitados y el silencio dando mordiscos al aire. Con los pensamientos desaforados mas rápidos que sus latidos. Sus ojos supieron, más rápido que aquel día, el charco en el que había caído, su respiración se volvió rápida mientras su materia gris se transmutaba una y otra vez y se destruía en gritos y lamentos y rasguños y desprecios. Y entonces, como algo totalmente ajeno a la locura, él sintió miedo. Sus pies trastabillaron al retroceder, y sus ojos gritaron en presencia del susto común. Viró y corrió hasta no sentir sus pies, hasta que el verano no podía meterse entre sus cabellos. Luego del remordimiento de un niño se detuvo en un callejón cerrado, entre cajas vacías y mierda de perro y soltó un potente grito que hizo volar lejos a las palomas y despejarse a las nubes.
Una cuadra atrás el Yo caminaba lento, calmado, sacudiendo manchas inexistentes en su ropa con una suavidad inimitable. Se acercó con su risa de inexpugnable satirismo y le dijo con voz recia:
-          No eres más arte de lo que yo soy realidad.
Su cerebro chamuscado no activó ningún mecanismo defensivo, no se exaltó; por el contrario, solo articuló un débil:
-          Perdóname.
Y se echo a llorar y a entrecortar palabras. Su lánguido cuerpo se arrastró a los pies de la figura inexistente y dijo:
-          ¡Soy un asesino! ¡Soy un maldito loco! ¡Perdóname!
Palpó el arma debajo de su abrigo y por más de cinco minutos la acarició. Las lágrimas caían y por dentro se desprendían borbotones de sangre tan roja como el terciopelo de su añorada juventud. Ya no era aquel niño travieso que escribía dulces poesías a las colegialas o aun mas osadamente a las universitarias, no era el famoso poeta de los libros sin título, no era el mozuelo elegante que contaba pétalos y sépalos de flores cada mañana con una solemnidad intimidante. Era el asesino del dos de Julio, era un saco de basura rogándole perdón a sus miedos, a sus errores, a su propio remordimiento. Sabía que no era el advenimiento prematuro del más allá, que no era más que la culpa representada en esas formas que se mantuvieron al filo de las meninges. Pero estaba arrepentido, quería tanto el perdón que el Yo al fin dejó de sonreír, cogió el arma y le dijo:
-          Maldito artista, cuanto habría dado por un poema mas. Eres de la generación mas magnifica que el mundo vio, y tambien la mas degenerada. Hijo, te acabas de perdonar.
Hundió suavemente el cañón en su boca creando un pausado trec entre el diente y el metal. Se recogió la manga del brazo derecho con que sostenía el arma para no arruinar su pulcro saco color perla con la sangre del redimido. Un “Adiós” se perdió en el aire mientras el kamikaze de color plata se abría paso entre la carne y el hueso y las ideas y la vida.
La ambulancia sonó lejana, perdida en la inmensidad de un mundo que no era suyo. Los paramédicos encontraron y reconocieron con inexorable pudor a un asesino arrepentido, pero asesino al fin. Sus discusiones personales aplazaron el tiempo en que lo levantaban, en parte para asegurarse que llegase muerto. A pesar de los indudables intentos de los dos hombres en la ambulancia y de los otros dos en el auto policiaco, el hombre con un agujero en la nuca, el que se arrepintió de todos sus pecados en un callejón de La Victoria, llegó vivo al hospital. Un médico casi de su misma edad, quien mejor había vivido aquel mortífero día, lo atendió con más preocupación que a una madre encinta. Lo operó con la precisión de los dioses y no durmió hasta que sus signos vitales fueron estables.
Pasadas semanas o tal vez meses, cuando ya podía hablar, le dijo con voz raspada al médico:
-          ¿Por qué?
Giró sobre su pie izquierdo y le dijo con voz categórica:
-          Porque soy un médico y salvo vidas. Dios te trajo vivo a mí y yo no soy quien para no dejarte vivir, así funciona, es Él el que decide, si quieres morir entonces desconecta las máquinas al costado tuyo, pero no matarás a un asesino loco, vas a matar al ‘poeta de las rosas.’
Se quedó ahí sin hacer nada, recostado sobre el catre casi de cartón y las almohadas de menudo relleno. A los días pidió un papel y un lápiz y escribió poesías, poemas, decimas y memorias. Cuando pudo caminar al fin, se dio cuenta que jamás recuperaría su suave voz de joven eterno. Se dejó crecer los cabellos y las barbas y un día, que ningún calendario tuvo apuntado, él se perdió. Caminando entre la muchedumbre con una rama de bastón, la gente lo vio ser otro: unos dicen que un blanco de ojos claros interesado en pájaros exóticos, otros que un negro de pelaje chuto y bemba pronunciada, otros que un mestizo sin etnia ni abolengo. Pero sea como sea el gran poeta jamás se dejó ver como tal, ni oír como tal; odió por siempre su recuerdo en el sentir limeño, así que se perdió esperando que algún día no fuera más un asesino, sino un simple poeta que amontonaba rosas en las habitaciones a donde la inspiración un día llamó.

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